Una
mexicana está planchándole
la camisa, tierna,
amorosa, sin prisa, al charro
que partirá a competir a
un torneo nacional en jineteo.
Le
aterra y le mortifica el peligro hacia al que va, pero no se lo dirá, nada
objeta, no replica, sufre su
angustia callada cual si no
temiera nada.
¡Varios
perdieron la vida al
topar con los pitones, por
terribles pisotones, o en una
mortal caída! Le preocupa, sin
embargo pasará este trago amargo.
Sabe
que él lleva en sus venas sangre valiente y bravía, que ama a la charrería,
que en
peligrosas faenas gusta domar
los astados como sus antepasados.
Que
con pasional fervor conserva la tradición y
en más de una ocasión consiguió
ser el mejor, por diestro y por
arrojado, siendo el mejor de su
Estado.
En
las malas y el las buenas ha
estado con su marido, con el cual ha compartido
las
alegrías y las penas, él,
amándola a su modo, ella
entregándolo todo.
Siente
que hoy le necesita, y con su serenidad le
inyecta seguridad; y así, como
la Adelita, le brinda, sin
condición, su apoyo y su
comprensión.
Y
ocultando su temor, rogando a Dios que le cuide, ya en la puerta le despide: “que te
vaya bien, mi amor, pero
cúmpleme un deseo: ¡tráeme a
casa ese trofeo!”
Cual
invaluable tesoro la mujer del
charro así es, oculto en su
sencillez tiene un corazón de
oro, y esa entereza bendita
que México necesita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario