Una
preciosa señora de
cuarenta años de edad, negro
pelo recogido con un moño
tricolor, nívea tez, y una mirada
verde como los maizales, que combina con el verde de su traje de adelita, ceñido por la cintura con un rebozo de seda, blanco al igual que sus manos de alabastrina belleza, blanco al igual que su cuello de exquisitez sin igual, sentada en el graderío del Lienzo Guadalupano, contempla con emoción el desfile de los charros que este día competirán, para llevarse el trofeo de campeón del coleadero de la fiesta patronal.
Aunque
contempla el desfile, no ve a todos los jinetes, su
mirada se concentra
en un
juvenil centauro, que porta con
gallardía, que es preciso de
destacar, fino
jarano de pelo de pachuqueño
planchado, chaquetilla de gamuza
lisa, color natural, ajustada chaparrera con la aletilla piteada, y,
fijas en sus tacones, par de
espuelas cinceladas por un
orfebre de León.
¡Que
bizarría de mancebo, -piensa al verlo embelesada- ¡que porte de caballero!,
¡que
estampa más varonil!... y entre
sus labios de grana un suspiro
se le escapa imposible
de ocultar.
Al
pasar frente a su asiento montando hermoso azabache, el espigado jinete por
un segundo voltea, y le esboza
una sonrisa, que casi nadie
percibe, pero que hace que ella
sienta que su pecho como un
volcán que está a punto de
estallar.
Comienza
ya el coleadero. La algarabía se
desata al golpe de la tambora, y al mirar a los novillos uno
tras otro rodar.
Allá
al fondo de la manga se observa al mozo en la puerta,
a su novillo esperando, el caballo se le inquieta, pero el templado jinete, lo apacigua, lo acomoda, y al oír la voz de “¡Va!” sale en berrendo corriendo tratándose de
escapar. pero el prieto veloz, el arcioneo eficaz, y el oportuno tirón del osado coleador,
tienen como colofón un tumbo espectacular: una redonda derecha
con un
punto adicional.
La
mujer, en su butaca, se enorgullece, y ufana quisiera
fuerte gritar: “Ese muchacho es
mi hijo, es mi hijo, ¡si señor!,
por ventura soy su madre, la madre que lo parió, la que lo arrulló en sus brazos, y la que un día lo amamantó, que le enseño a santiguarse y a arrodillarse ante Dios.”
“Y
es su padre, mi marido, quien le heredó la afición, quien le arrendó ese caballo, quien lo
ha enseñado a colear, a sostener
su palabra, y a ser un hombre
cabal.”
“¡Dios te
bendiga, hijo mío!. En el mundo
nunca habrá, ni madre más
orgullosa, ni padre más ejemplar,
ni hijo con tantas virtudes: tierno, fuerte, justo, leal, serio y alegre a la par, cumplidor de su deber y honrado como el que más”.
“Y
Dios bendiga a la china con
la que te has de casar, que con ella un día me harás abuela de un coleador.”
Eso
quisiera gritar su
corazón palpitante, su garganta
contenida, y su orgullo
maternal. Pero guarda para
sí, el raudal de
sentimientos, que en el seno del hogar, con halagos y atenciones sobre el hijo volcará.
Esta
historia, no se acaba, y nunca se acabará, continuará
día a día, continuará año, con
año, se repetirá por siglos,
mientras haya en nuestra tierra,
aunque sea una familia, sólo una familia charra, ¡tan solo una nomás!.
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