Cuando puedas leer este
mensaje es posible que yo ya me haya ido, pero me habré llevado en ese viaje el brillo
de tus ojos y el sonido de tu inocente voz, como equipaje.
Yo soy aquel que te intuyó
el primero, el que al verte nacer cambió de estado. El que con chaparreras y
sombrero va montando el caballo colorado de la pintura grande del sillero.
No es gesto de altanera
bizarría... Es tan sólo una llama de alegría porque, antes de morir, llegará el
día de revivir con sangre mi esperanza.
Esa sangre es la mía, la
heredada del padre de mi padre y de su abuelo. Sencilla estirpe que jamás
manchada supo mirar la vida sin recelo y ahora comienza en ti nueva jornada.
No busques ni oro o plata en
mi escarcela, lo que heredé en tu manita cabe. Te dejo algo mejor, la dulce y
suave hombría de bien que me formó en su escuela y mantendrá mi vida hasta que
acabe.
Cuando puedas usar mis
chaparreras, cuando te queden justas mis arciones, cuando mi espuela fija en
tus talones lleve el compás, en tardes domingueras, de un jarabe con giros
retozones;
Cuando en tu joven labio
apunte el bozo, domines el vigor de un cuaco entero, entres como señor al
coleadero y rubores esconda algún rebozo porque te vieron bravo y caballero;
Entonces, solo entonces, de
mis sillas podrás seleccionar la que te guste. No pienses ni en bordados ni en
hebillas. A la hora de elegir, elige el fuste que puedas dominar con tus
canillas.
Un charro es al nacer un
caballero. Ante el mundo que envidia su figura ha de llevar seguro, no
altanero, en la silla un machete, fino acero y la mejor pistola en la cintura.
Uno y otra no deben ser
motivo para sentirte fuerte y dominante. Si eres fuerte sé humilde y no
agresivo, si buscas amistad sé comprensivo, si sabes dominar, sé tolerante.
Francisco Lavín, viejo
charro y espadero, en su rústica fragua de Antequera templó las hojas y grabó
el letrero de todos mis machetes; con cualquiera podrás formar un círculo de
acero.
Imítalos, mañana sé como
ellos... Limpio, resplandeciente en la contienda encegueciendo el mal con tus
destellos, no doblándote nunca frente a ellos y no hiriendo sin causa que te
ofenda.
Y cuando mi pistola esté en
tus manos no la saques sin causa y sin razones. Está limpia de sangre, en
ocasiones es mejor despreciar a los enanos que enterrar en su tumba sus
baldones.
Yo ya no la veré, pero es mi
anhelo que, en fiesta nacional, como es costumbre, con tu mirada retadora al
cielo vibre al verte pasar la muchedumbre, cabalgando en la silla de tu abuelo.
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